Todas las uvas pueden comerse, pero la inmensa mayoría de las vinificables, no reúnen las características deseables para una fruta fresca y selecta, y recíprocamente sólo pocas uvas de mesa son susceptibles de dar buenos vinos, porque son muy diversas las exigencias en uno y otro caso.
Para hacer vino buscamos solamente rendimiento y calidad de los mostos, aunque este concepto de calidad sea muy complejo y varíe según la clase de vino que queramos elaborar; pero en todo caso no tiene importancia alguna la belleza del racimo, y sólo indirectamente entran en línea de cuenta su forma más o menos apretada, el tamaño de ellos y el de los granos de uva, la proporción de los hollejos, la abundancia, escasez o falta de pepitas, la carnosidad de la pulpa y dentro de ciertos límites, la época de madurez.
Por el contrario, la uva selecta para mesa debe ser bella y buena. El aspecto agradable del racimo es condición esencial y el racimo debe ser sanísimo, de bueno tamaño o muy grande, con granos sueltos, gruesos, iguales, de bonitos matices de color. Para los mercados exteriores, no es deseable un excesivo dulzor unido a demasiada escasa acidez, porque hay muchos paladares que prefieren fruta de sabor más fresco y menos empalagoso; pero no son admisibles uvas no maduras, de sabor duro, ácido, «verde». Para la uva de mesa las condiciones de durabilidad y resistencia a enmohecidos cuentan entre las más estimables. La escasez de pepitas es deseable y alguna variedad es particularmente apreciada por carecer de ellas.
Finalmente, la época de madurez alcanza la máxima importancia, pues los frutos más tempranos o los más tardíos pueden lograr mayor demanda y precios más altos por presentarse en el mercado en épocas en que no hay congestión de esta fruta.
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