Cuando el mosto ha fermentado y se ha convertido en vino, empieza una importantísima etapa en su vida que resultará decisiva hasta el momento en que llegue a la mesa del comensal. Comienza la guarda, que puede ser en depósito de acero inoxidable, en depósitos de barro, hormigón o cemento, en tinos, botas o bocoyes, en barricas de roble o en botellas. Es el almacenamiento del vino, su último paso antes de dar el salto a su comercialización en el mercado.
El uso de las barricas de roble, especialmente las de 225 litros que son las comúnmente utilizadas, ha supuesto el avance más importante en la conservación del vino. El roble aporta componentes que enriquecen el vino y además, afina su aroma y añade taninos. La madera produce una modificación del color y una estabilización del mismo como consecuencia de las pequeñas cantidades de oxígeno, que de manera ordenada, aporta la propia madera. Cuando la madera es nueva y el proceso de crianza es correcto gana en color, aromas y en gusto.
Criar es añejar, envejecer, someter el vino a un proceso de cambio más o menos longevo para intentar frenar sus energías juveniles y canalizarlas hacia la calidad y la redondez, dos calificativos que elevan el buen vino a categoría de arte.
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