La gastronomía no puede entenderse sin el complemento y el refuerzo de la bebida, de hecho, uno de sus objetivos fundamentales es relacionar armónicamente los platos con los vinos que han de acompañarlos en función de unas cuantas leyes no escritas. Combinando la naturaleza y las cualidades de los alimentos se pueden descubrir sabores, aromas y matices maravillosos tanto en los unos como en los otros.
No existe prácticamente en la historia de la Humanidad una cocina que comporte sólo comer, sino que todas demandan beber inmediatamente antes, durante o después de su transcurso. Todas las combinaciones resultan siempre subjetivas, pues verdaderamente son pocos los argumentos serios que justifiquen la imposición de una determinada regla en esta materia. Es preferible dejarse llevar por el gusto de cada uno a la hora de determinar los criterios a seguir, aunque hay algunos muy elementales que se han ido perfilando a lo largo de los tiempos. Hay una máxima que siempre se debe seguir: “el orden de las bebidas debe ir de las más suaves y ligeras a las más espirituosas y aromáticas, con el fin de que las segundas no eclipsen a las primeras”.
Si seguimos otra de las generalidades de cierta ortodoxia sería que la asociación de colores predispone a la asociación de sabores. Según esta teoría, los vinos blancos armonizan mejor con los alimentos menos coloreados, que implican generalmente sabores suaves. Están considerados, sobre todo, como los mejores acompañantes de los productos del mar, ya que su sabor borra lo salado y al mismo tiempo lo realza.
Por otra parte la rica constitución de los vinos tintos y su complejidad de sabores los hace adecuados para acompañar platos más elaborados, pesados, fuertes y más coloreados. Según se va avanzando en la comida, se va atrofiando la sensibilidad de nuestros sentidos. Es la razón fundamental por la cual se debe comenzar por los más ligeros y terminar por los de carácter más fuerte.
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