La cultura del vino es austera y un tanto espartana. Nuestro idioma viene de la ciencia de la cata desarrollada en Francia de los años 60 y 70. Frente al vino-alimento del mundo campesino, la Escuela de Burdeos trajo la respetabilidad de los métodos científicos. La asepsia de las salas de cata, con sus condiciones de ventilación y luz reguladas al milímetro sacó las degustaciones de vino fuera del ámbito lúdico del restaurante, el bar y el hogar –lugares cálidos de carga emotiva- para transportarlas a la limpieza más impoluta.
El paso de la experiencia del vino de las tabernas y las cocinas a las universidades y los laboratorios supuso un poderoso giro estético y un nuevo concepto que la gastronomía moderna ha heredado y magnificado. Las fichas de cata que hablan de vías retronasales, intensidades colorantes y olfativas, franquezas gustativas, análisis organolépticos, longitudes y caudalías, tienen una indiscutible fascinación, pero están escritas en el lenguaje de la seriedad académica y no incitan a beber con amigos. Los objetos de estudio no están para llevarlos a las fiestas y, mucho menos, a una velada íntima. El participante en una cata “seria” debe escupir para mantener la mente fría, dejar a un lado sus emociones y preferencias y puntuar.
La experiencia del “gran vino” no tiene vuelta, engancha para siempre y, entonces, pide un lenguaje a la altura de ese “factor X” que va derecho desde las copas hasta los sentidos y el corazón.
Add Comment