En los restaurantes generalmente se eligen primero los platos del menú antes de seleccionar los vinos de acompañamiento. Cuando los platos exigen especial atención, como en un menú degustación, conviene ser cauto en lo que se refiere a la bebida. Es preferible un vino tinto ligero, no muy tánico. Si una botella resulta suficiente para toda la comida (por el número de comensales) habrá que privilegiar el vino y elegir el menú en consecuencia. Con un vino tinto casi todo está permitido; con un rosado hay que optar por un estilo de comida más bien mediterráneo y ligero; y, con un vino blanco para orientarse hacia pescados, mariscos o aves.
Los azares de la historia y las costumbres locales han producido matrimonios ideales entre ciertos alimentos y determinados vinos. Cuando no se puede encontrar alguno de estos vinos, hay que sustituirlo por otro siempre siguiendo las tres reglas fundamentales: color, densidad y aroma.
La regla tradicional del vino blanco con los pescados y del vino tinto con las carnes obedece al más elemental sentido común: un vino tinto tánico puede dar al pescado y al marisco un gusto metálico, del mismo modo que la caza o los platos de sabores fuertes aniquilan la mayoría de los vinos blancos.
En cuanto a la densidad, cabe decir que la graduación alcohólica y la concentración aromática de un vino deben acompañar el sabor de un plato; los manjares delicados merecen vinos sutiles, mientras que los alimentos fuertes requieren vinos más potentes.
Por último, aunque en ocasiones un contraste de aromas entre el vino y la comida es agradable, por lo general es mejor la armonía aromática.
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