La Tierra está malherida. La desertización avanza imparable y los eventos climáticos extremos suceden cada vez con más frecuencia. La combustión de recursos energéticos de origen fósil favorece el aumento de gases de efecto invernadero en nuestra atmósfera y no hay señales de que vaya a remitir en un plazo corto de tiempo. Aun así, hay signos de esperanza para revertir o frenar el avance de la esterilidad en nuestros campos. Aunque parezca insólito, el viñedo puede ser una de las piezas claves en el rescate del planeta.
Conseguir reducir las emisiones de dióxido de carbono es una prioridad para el futuro de nuestras generaciones, pero es una labor extraordinariamente complicada debido a la dependencia que la humanidad tiene de las formas de energía que los producen. No nos debemos engañar, reducir las emisiones a unos valores suficientes es tarea casi imposible. Durante la pandemia las emisiones globales se redujeron un 7 %, momento en el que el mundo se paró. El programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente advierte de que en esta década se deberán reducir los gases emitidos a un 7.6 % cada año a nivel mundial.
Por lo tanto reducir es imprescindible y necesario, pero hay que poner en marcha fórmulas que nos ayuden a capturar el exceso de dióxido de carbono que hay en el aire que respiramos y para ello es posible utilizar la agricultura.
Según el dato que aportó la Organización Internacional del Vino en 2019, en el mundo hay plantadas 7.402.000 hectáreas de viñedo. ¿Os imagináis que todas esas hectáreas de viña funcionaran como un inmenso bosque capaz de absorber dióxido de carbono con la avidez que lo hacen los grandes pulmones forestales del globo terrestre?. El viñedo podría considerarse no sólo como un elemento de explotación para el beneficio de una actividad agrícola, sino como un lugar que forma parte de la naturaleza y que por tanto, hay que gestionar para evitar su degradación, favorecer su regeneración e impedir su abandono.
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