El legendario chef francés Joël Robuchon consideraba que el éxito de un restaurante gastronómico dependía en un 60 % del servicio de sala y en un 40 % del resto de elementos, entre los que se encuentra la calidad de la comida. Esto no deja de ser una afirmación sorprendente viniendo de un cocinero.
En la tesis de Robuchon, ese 40 % que no es el servicio de sala, engloba, entre otros factores, el precio, la decoración, los platos elaborados y la calidad de sus ingredientes. Pero también el vino per sé, en cuanto que es un producto elaborado. Por excelente que sea, su peso en el global de la experiencia gastronómica será relativamente pequeño. Será el sumiller quién, mediante su atención y servicio, deba aportarle ese valor añadido.
Si un sumiller no es capaz de añadir valor a un vino, también su propia figura pierde valor. La figura del sumiller debe ser capaz de incrementar el placer que un comensal experimenta con el vino. Para conseguirlo, no es suficiente con acumular conocimientos técnicos. La forma de comunicar el vino resulta de vital importancia. El sumiller perfecto conectará con su comensal, transmitiéndole información y emociones, seduciéndolo, fascinándolo, impregnando de personalidad y magia cada instante, cada paso del servicio.
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